CUEVA DE LA RAMERA
Tras el paseo de Los Tilos, bordeando el río Guadiela, puedes subir una escalera vertical, estructura metálica, hasta la entrada de la Cueva en pleno farallón calizo. Desde ahí estás a la altura de los pájaros, de hecho los aviones roqueros, los vencejos y los buitres te reciben con sus vuelos y sus sonidos, unos más ruidosos y otros más majestuosos. Justo en las cornisas de las rocas de enfrente se divisan los pollos de buitre que todavía no han levantado el vuelo. Con unos prismáticos puedes observarlos de cerca, muy cerca.
Cuando te pones el casco con el frontal empiezas a sentir la aventura de penetrar en el interior de la Tierra, la oscuridad, el frío, el silencio y, tras unos minutos, a contemplar los caprichos del agua, el viento, los minerales (te abstraes de los que ha perpetrado el ser humano).
Llama la atención sus habitantes discretos con nuestra presencia, me refiero a los insectos y especialmente a los murciélagos de herradura, de los que vemos sus cantidades ingentes de excrementos. Pisando guano avanzamos, sin verlos, aunque se percibe su presencia de alguna manera.
Las forma geológicas son las propias de las cuevas en rocas calizas. Las estalactitas y estalagmitas en formación sorprenden por todos lados, desde el suelo al techo, cerca y lejos, formando columnas o empezando a ser con sus gotas blancas en las puntas.
Las coladas son muy originales por las formas y los colores, aparecen en sugiriendo animales, construcciones, personajes, en cada nueva estancia tras avanzar unos pasos y avanzar en la incursión. La guía, atenta en todo momento e informando oportunamente, ilumina con su linterna las más llamativas y deja que cada cual observe y vea lo que quiera, sobre todo que se impresione ante la naturaleza fantástica que no para de crear jamás, a su ritmo (millones de años).
En casi una hora de duración, la visita te lleva a sensaciones maravillosas, tomando conciencia de la fragilidad y pequeñez de nuestra especie, de nuestra insignificancia. Debemos tener cuidado ante la grandeza que allí existe, ya sea porque podemos tener un accidente ya por mantener lo que nos encontramos en perfecto estado. No intervenir es la mejor intervención.
Cuando acaba la visita miras el entorno de otro modo. Los enormes farallones de la Hoz ya no te parecen tan compactos, imaginas cuevas en cada oquedad, laberintos interiores habitados de rojizas escolopendras, mosquitos transparentes y silenciosos murciélagos. Sabes que lo que aparece no es todo, falta todo un mundo oculto, fantástico y desconocido.
Inevitable asociar el paisaje con lo que sabemos de la prehistoria y la vida primitiva en las cuevas y salientes rocosos. Es muy fácil imaginarla, darle sentido, entender las relaciones con la naturaleza ya que somos naturaleza y sentirnos responsables de los cambios con efectos negativos sobre la propia vida, ancestral, presente y futura.
Bajando las escaleras metálicas, la verticalidad desciende con cada escalón y volvemos a ser horizontales en la corriente del río que no para de fluir, cuyas aguas verdes brillan y se oscurecen por la presencia de los tilos centenarios cuyas sombras son de agradecer estos días veraniegos, refrescando y completando el paisaje.
Al final se nos cuenta una leyenda que daría nombre a la cueva, pero como todo, también la leyenda cambia con el tiempo y acaba queriendo eliminar prejuicios arraigados que dañan.
Lo peor es el precio. Cuesta 10 euros por persona entrar a la cueva. Una barbaridad que no tiene sentido porque interviene la administración pública.
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