ANAYET Y ALREDEDORES
La mañana prometía: fácil aparcamiento, fresquita, poca gente, voces extranjeras...
Cuando se acaba el asfalto de la pista de la estación de Formigal empieza lo bueno. Suave ascenso a uno de los valles fluviales más hermoso que hayan visto mis ojos. No falta de nada, ni en agosto faltan flores. Las laderas pedregosas, con sus conjuntos de rocas desprendidas desde tiempo inmemorial, rocas ocupadas por líquenes de colores verdosas y rojizos, habitadas por familias de invisibles marmotas chillonas que comparten el agua con el ganado que se atreve a pastar por allí, vacas, ovejas, caballos aunque estos se suelen quedar en los espacios sin piedras, les gustan más las abiertas praderas que limitan los valles por abajo y por arriba.
El barranco, casi todo el tiempo muy inclinado, proporciona rocas y hace saltos de agua cada poco tiempo, y mientras tanto el rumor constante perceptible no solo a los oídos. Con el sol del medio día no te queda más remedio que remojarte los pies y brotarte las manos con su agua clara y fría.
Usar bien los bastones ayuda bastante a ascender sin asfixiarte demasiado, aunque cada poco hay que parar para contemplar la belleza y la grandeza del lugar en que se está, formando parte del paisaje, como estar dentro del cuadro.
Al acabar la subida aparece majestuoso el pico agreste. Gris, con una cola rojiza. Un poco antes, su hermano francés Midi d´Ossau, ha hecho su aparición por la derecha. Entonces, adviertes el paso del tiempo de una. Ambos macizos son volcánicos y tienen tantos años que no se sabe con exactitud cuándo se formaron. La explanada que hay a los pies del Anayet es acogedora como una mujer sabia y anciana, está almohadillada de hierba espesa y verde, surcada de riachuelos, guardando al Ibón grande cuyas aguas son rojizas y contiene anguilas negras capaces de soportar las bajas temperaturas del agua quieta, solo se eriza por el viento. Precisamente hacia Francia se encuentra el Ibón pequeño, clásico, circular, escondido. Una ladera es de aquí y la otra de allí.
Sentirse pequeña es instantáneo según se llega, bueno, ya antes, en el propio valle descomunal que sirve de telonero, sin desmerecer en absoluto. El caso es que el tamaño importa. Los caballos son pequeños, aunque vayan en manada, las personas por muy cerca que las tengas y por muy mochileras que vayan, las ridículas tiendas de campaña, las rocas en las que me siento a reposar, todo es, en relación con el pico, pequeño e insignificante. Después de un rato, una vez entendido el entorno, comienzas a sentirlo cercano, familiar, reconoces todos los agentes geográficos que sabes, los tienes delante, aprecias las distancias y las dimensiones así como los colores y el viento como lo que son, relativos al lugar que ocupas. Con los prismáticos la precisión se revela poderosa, la cumbre y la cordillera que rodea el sitio se hacen asequibles. Mirar con las lentes y sin ellas se convierte en un juego de perspectivas detectivescas (mira ese pliegue, cuál, allí, pero cuál de todos, el más oscuro, y ese pájaro).
No me quiero ir de allí. Imagino el cielo nocturno en ese paraje y creo que debe ser espectacular, grandioso, como el silencio cuando se hayan ido todos.
Finalmente bajo, despacio por el riesgo de resbalarme por las brillantes rocas miles de veces pisadas esta mañana y la arena que las suelta. De todos modos me paro de vez en cuando, como al subir, para contemplar de nuevo. Mis ojos ya no son los mismos y lo que veo es el valle más hermoso que jamás haya visto antes desde arriba, me adentro lentamente, cruzo arroyos y me mojo los pies, que apenas consigo mantener en el agua unos segundos. Reconozco las flores que he fotografiado al subir y las vuelvo a admirar.
El viento de la estación de esquí me aclara que ya he terminado el camino de hoy. Una ruta completa.
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