ALGORITMOS COMO RADARES
En ciencias de la computación (como si existieran esas ciencias) se usan para procesar datos con múltiples fines, entre otros, usurpar nuestra voluntad.
Últimamente, a poco que te intereses por las nuevas tecnologías y sus consecuencias en nuestra vidas cotidianas, acabas, antes o después, topándote con esta palabreja: algoritmo. Es la palabra mágica al estilo "virus" en medicina o "híbrido" en botánica. Sirve para todo, sin precisar, con aceptación generalizada entre expertos y legos y, me temo, que hace las veces de excusa perfecta para no indagar más, para frenar investigaciones, curiosidades y otras actitudes poco deseables para el ámbito de las empresas tecnológicas.
Realizar cómputos, ordenar datos, extraer porcentajes y, en definitiva, matematizar la realidad supone convertir todo, todo, todo en números. Eso sí, siempre persiguiendo algún fin, interesado, concreto y más precisamente económico.
Como los radares en las carreteras que se ponen en todas partes y unos existen y otros no, para persuadir a conductores y controlar la velocidad sin controlarla realmente. Hay muchos más radares falsos que auténticos pero no se pueden diferenciar por lo que la mentira funciona.
Los algoritmos son la respuesta que dan las empresas cuando se les pilla cometiendo alguna infracción, delito o engaño. Parece que son la causa de que consumamos ciertos productos y no consumamos otros porque controlan la publicidad y con ella nuestros deseos consumistas. Son capaces de excusar el espionaje más afinado del estado y el control personal de nuestras redes sociales.
Sin embargo, como todos los aspectos culturales, los algoritmos son un producto humano, es decir, intencionado para satisfacer alguna necesidad o deseo. Los números no son neutrales ni debe aceptarse como excusa ante violaciones de derechos o de intimidades. Los big data que pululan en el ciberespacio, que han generado esa dualidad de mundo virtual, van a la velocidad de la luz por autopistas digitales, en estas sin radares, llevando y trayendo información de nuestras cuentas bancarias, nuestros me gusta de facebook, nuestros correos electrónicos, nuestras fotos de instragram y nuestras conversaciones de watsap.
En el siglo XIX Nietzsche denunciaba la matematización de la ciencia porque hacía que el conocimiento fuera esclavo del Estado. Hoy ni siquiera es el Estado el dueño del conocimiento porque estos algoritmos son la base de datos de cualquier empresa privada, dedicada a la genética, a los fármacos, a las armas o a las bebidas refrescantes, pasando por el ocio, el turismo, el espectáculo o la moda. Todo está en manos de la empresa privada que nos vigila día y noche en forma de algoritmos.
Lo que no existe materialmente hablando, como las ideas, los números, las intenciones, es muy difícil de valorar y llegar a un consenso sobre su uso. Si además se necesita disponer de elevados conocimientos matemáticos y tecnología puntera se vuelve directamente imposible, solo al alcance de unas pocas empresas, ni siquiera Estados, que pueden usar el conocimiento así obtenido como les plazca.
¿Podrían hacerse leyes que pusieran límites a los algoritmos, es decir a quienes los diseñan y usan? ¿hay alguna otra herramienta que pueda controlar esta aplicación matemática?, ¿tendrían que ser Patrimonio de la Humanidad los algoritmos?, ¿hay alguna esperanza de que la empresas se comporten de acuerdo con un código ético mundial?
Sigamos pensando que somos libres y elegimos...creo que nada me está obligando a escribir este artículo, o sí...
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